Siguiendo la luna


Cómo es pasar una noche juntando cartones.

La mayoría de los trabajadores se levantan con la salida del sol, se bañan, desayunan y van a sus trabajos, en general en el centro de la ciudad, para regresar en el atardecer. Sin embargo, hay otros cuyo círculo de tareas es completamente al revés: los cartoneros. Ellos dejan sus casas con los últimos vestigios de sol, se suben a los micros y mientras todos finalizaron sus obligaciones y dejan la ciudad, ellos empiezan las suyas recorriendo el camino contrario.
Masivamente surgieron en la década ’90, como consecuencia de las crisis económicas y sociales que vivió la Argentina. Luego de luchar contra los prejuicios de quienes se los cruzaban por la calle, de demostrarles a ciudadanos comunes y a los políticos que no eran delincuentes, lograron un reconocimiento digno pero que aún no abarca a los 6.346 cartoneros que recorren las calles de la Ciudad de Buenos Aires.
Marisa Aguilera tiene 26 años y es de Villa Fiorito, Lomas de Zamora. Vive con sus tres hijos, Alexis (6 años), Sebastián (3) y Thiago (1), y su mamá, ya que es la menor de cinco hermanos. Marisa ingresó al sistema de recuperadores urbanos (Ver Los Recuperadores) y de domingo a viernes se sube al micro de la cooperativa MTE (Movimiento de Trabajadores Excluidos). Llega a la plaza B. Houssay (lindera con la Facultad de Medicina) cerca de las 19, toma su carro del camión que sigue al micro y comienza su recorrido por la Avenida Santa Fe desde Larrea hasta Junín, en el barrio de Recoleta.

Ser Recuperador Urbano

La primera parada es un local de lencería femenina. Las refinadas vendedoras ya no se sorprenden con su visita y van en busca de las cajas separadas para ella. El camino sigue derecho por la Avenida Santa Fe, mientras Marisa esquiva los autos y colectivos que la rozan una y mil veces, con fortuna de que no la hayan lastimado. Entre Uriburu y Junín es donde tiene mayor trabajo. Pasadas las 20 los encargados de los edificios sacan las bolsas de basura y hacía allí va ella, sin los guantes que le otorgaron en su uniforme porque no son cómodos para trabajar, a separar y juntar lo que es reciclable, y lo que no dejarlo en el mismo lugar. “Ellos y los chicos de los negocios ya me conocen. Hace ocho años que hago la misma parada. Saben que yo trabajo y que soy limpia, no dejo todo tirado y, si por error hay algo en las cajas que es de ellos, lo devuelvo siempre”, cuenta mientras examina los residuos.
“Al principio no sabía qué me servía y qué no, pero lo fui aprendiendo. Incluso ahora ya hay cosas que no las toman como las botellas de la leche, tienen muchas en los depósitos y no vale la pena agarrarlas”, explica Marisa, quien empezó a cartonear a los 15 años cuando su papá perdió el trabajo, aunque solo la dejaron hacerlo por una semana. Con el tiempo tuvo que dejar de la escuela, sabiendo que sirve más estudiar que cartonear, pero consciente también de las necesidades. “Mi sueño es estudiar medicina y más obstetricia; me encantan los partos y miro todos los programas de televisión relacionados con esto”, se ilusiona.
Marisa roba saludos por cada vereda que pasa. Segura e independiente, reniega de pedir ayuda, aunque reconoce que hay veces que debe aceptarla porque el tamaño de su bolsón la dobla en altura y dimensiones. Lo que no permite es el maltrato de los conductores. “En general la gente me trata bien. A veces me miran un poco, pero ya me conocen y están acostumbrados. Desde que tengo el uniforme me tratan más respeto. Dicen que ahí va un cartonero registrado en la sociedad. No tuve más problemas ni siquiera con la policía”, confiesa.
A Marisa le gusta cartonear. Dice que es su trabajo y la manera que le da de comer a sus hijos. “Cuando me separé no quise que el padre de los chicos me pasara plata. A mis hijos no les falta nada. Yo tengo pies y manos, puedo trabajar”, explica al tiempo que revela que en muchas ocasiones buscó cambiar su ocupación, pero cuando llega, por ejemplo a los locales de la calle Santa Fe donde retira los cartones, no la emplean porque vive en una villa. “Yo quiero progresar. ¿Sabes cuántas veces quise salir de esto?”.
Luego de separar los residuos útiles de los que no lo son, debe regresar a la plaza Houssay, empujando o arrastrando el carro, antes de las 22 porque a esa hora el micro retorna a Fiorito. Al otro día, llega la tarea menos gustosa para Marisa: clasificar lo que consiguió la noche anterior para venderlo el sábado en el depósito, rogando de que no llueva para que no se le arruine lo que juntó.
¿Qué sueños tiene? “Me gustaría tener mi casa terminada, y educar mejor a mis hijos, que puedan seguir estudiando y que el día de mañana digan que su mamá se sacrificó por ellos”.

Ser Cartonera

Aida Rodríguez tiene 56 años. También es cartonera desde hace una década, pero aún no ingresó al sistema de recuperadores urbanos. “Yo no soy la única que aún no recibe el subsidio, como yo hay muchos cartoneros. Siempre prometen que va a salir un camión y que vamos a tener un sueldito, pero luego nada. No tengo ayuda de nadie de la política, que en tiempos de elecciones prometen todos. Yo tengo que trabajar para mi hijo”, dice desilusionada.
Aída comenzó a cartonear hace una década, cuando perdió su trabajo de costurera y se enteró que su hijo Hugo, con tan solo 8 meses, había contraído el virus HIV por una transfusión de sangre realizada en el hospital luego de una bronquiolitis. A partir de ese momento, encontró en el peregrinar de los cartones y papeles la única solución a su presente, con un hijo en brazos y con la vergüenza que le generaba revolver la basura. “Cuando empecé sufría un montón, pensaba que todo el mundo me miraba si yo agarra y revisaba las bolsas, no sabía cuál era el papel blanco, qué me servía. De a poco fui aprendiendo, preguntando a otros cartoneros”.
Su rutina empieza a las 12 del mediodía cuando sale con Hugo de su casa en Budge, Lomas de Zamora. Al llegar a la metrópoli porteña, juntos recorren la zona comprendida desde la intersección de Bartolomé Mitre y Azcuénaga hasta la Avenida Córdoba, aunque también trabaja entre Pasteur y Pueyrredón y algunos locales de Paraguay. Cerca de las 22, aguardan en la esquina de la Facultad de Medicina con el material discriminado para la llegada de la camioneta y vender lo recolectado en el día. “Ellos pagan $10 por 100 kilogramos de cartón, pero yo no llego a eso. A veces hago 150 kilos, los viernes son los días que mejor se trabaja”, revela Aída. Recién ahí, ya de madrugada, pueden regresar a casa con su hijo.
Al igual que Marisa, Aída y Hugo se ganaron el respeto y cariño de todos los vecinos y empleados de donde recogen los cartones. Incluso son los policías los primeros en aparecer cuando alguien va a molestarlos.
No importa si hace frío o calor: los cartoneros o los nuevos “recuperadores urbanos” salen en busca de los desechos de la sociedad para venderlos y vivir el día a día. A diferencia de la mayoría que busca el refugio del sol, ellos siguen a la luna a través de su camino.

Aída y Hugo
La historia de Aída Rodríguez tiene matices que la diferencian del resto de sus compañeros cartoneros. Ella camina las calles de la ciudad juntando cartones junto a Hugo, su hijo de 11 años enfermo del virus HIV.
“Pese a su enfermedad, él es un chico normal”, asegura su mamá, aunque admite que no les revela a todos sus secretos por la constante discriminación: “A Hugo lo discriminaron en el colegio, desde los seis años, por eso nunca pudo estudiar como el resto de los chicos. Tiene su maestra particular y rinde libre todos los años, está al mismo nivel que sus pares, pero me pregunta por qué no va a la escuela y yo no sé qué decirle”.
Hugo toma todos los días la medicación que le otorgan en el Hospital Muñiz, y aunque continúa en tratamiento, está bien. Sin embargo, ni siquiera los empleados de las farmacias donde retiran los cartones tienen la píldora que quita la tristeza: “A veces me dice que no quiere vivir más, que está cansado de tomar tantos remedios y que le duele la panza. Yo ahí me tengo que hacer la enojada y decirle que si a él le pasa algo yo tampoco quiero vivir más. Y como él no quiere que me muera, entonces toma la medicación”.
A pesar de los dolores del alma y el cansancio del cuerpo, Aída no baja los brazos y continúa luchando. Así aguarda que el próximo año Hugo pueda inscribirse en un colegio porteño y que haga la vida normal que el resto de los chicos de su edad: “Quisiera que fuera al colegio porque a él le gusta mucho. No importa si es en doble turno o en uno sólo, como él quiera, siempre lo que él quiera”.

Los Recuperadores
Recién en 2008, a más de cinco años de la promulgación de la ley que lo disponía, el Ministerio de Ambiente y Espacio Público de la Ciudad de Buenos Aires formalizó a los “recuperadores urbanos” para que realicen sus tareas en condiciones de trabajo dignas, higiénicas, seguras y sin menores. Los primeros beneficiados fueron los cartoneros anotados en el Registro Único de Recuperadores nucleados en cooperativas; actualmente son 2085. Cada uno de ellos recibió las credenciales, la indumentaria que los identifica como “recuperadores urbanos” (con guantes incluidos, pero sin elementos cortantes), y la tarjeta de débito del Banco de la Ciudad para cobrar el incentivo de $370 que otorga el Gobierno Porteño, además de poder vender el material que recolectan cada noche.

Publicada en la revista “La Otra Realidad”
Ejemplar Nº 18 – octubre de 2009